La Pascua abre los ojos de nuestro corazón para ver al Cristo Resucitado. Por primera vez, otra vez. ¡Él está aquí! Él ha atravesado nuestros muros; Su mirada, iluminada con tierna misericordia, atrapa la nuestra y aviva nuestros corazones, llamándonos de entre los muertos.

El Domingo de Pascua, Annette y yo experimentamos juntos esa ligera decepción que uno experimenta más a menudo en la víspera de Año Nuevo —altas expectativas, bajo resultado. Estábamos cansados y sujetos al letargo de las pequeñas perturbaciones. Nos detuvimos en la tumba vacía, nuestras miradas se desviaron y se embotaron a la maravilla de Jesús fugitivo. Me devolvieron la vida las palabras de los ángeles a las mujeres que lloraban en la tumba: ¿Por qué buscan ustedes entre los muertos al que vive? No está aquí; ¡ha resucitado!” (Lc 24: 5).
Inmediatamente me puse a orar, buscando a este Andariego santo. Lo encontré en mi imagen de la Divina Misericordia, el Cristo Resucitado mirándome bondadosamente, Sus heridas aún visibles y derramando una corriente vivificante de sangre y agua. Me encanta esta visión de Jesús y me centré en ésta como un niño agotado y hambriento de la atención de los padres. He permanecido cerca del misericordioso Jesús desde que viajé a Filipinas para realizar nuestra más grande capacitación, una distinguida por la traducción al chino y muchos participantes de esa gran tierra. Los desafíos del tamaño y el lenguaje vinieron fácilmente cuando fijé mis ojos en la Divina Misericordia en el salón de reuniones y en mi habitación. Dondequiera que iba, sabía que Él estaba más cerca que un hermano —mirando, amando y sosteniendo mis esfuerzos mediante la pura misericordia.

Durante la primera noche de ministración, Jesús dijo: “Ahora que tu corazón está limpio debido a la forma en que te miro, quiero que mires a cada persona de esa manera, ¡en la forma en que te miro a ti”! ¿Qué? Protesté: “Dios, soy un hombre ocupado: inclino mi cabeza y cargo a la siguiente cosa”. “Resiste”, Él instruyó, “Mira con maravilla a cada uno de los que he enviado. Sé mi mirada amorosa sobre ellos”.
Hice lo que Él dijo. Cuando me sentí tentado a correr, miré hacia arriba y afuera y sondeé visualmente el bienestar de cada uno, bendiciéndolos con un Espíritu de misericordia generosa. Especialmente con los rostros frustrados o molestos ante mí, mantuve un flujo de contacto misericordioso. Hechos 3: 4 me ayudó cuando Pedro le dijo al hombre herido que suplicaba ser sanado: “Míranos”. El lisiado obedeció y fue sanado instantáneamente cuando miró a Pedro y a Juan. Yo no reclamo tal poder apostólico pero sé que una mirada inspirada de amor a un alma abatida refuerza el corazón incierto.
Después de un rato, comencé a ver otras cosas —a partir de la mirada misericordiosa vino una visión profética de quiénes eran en realidad estas personas. Las cargas prospectivas se convirtieron en hermosos hijos e hijas de nuestro Padre. Una real procesión emergió del montón de cenizas: reyes y reinas, amantes y guerreros, representantes exquisitos de Jesús. La visión profética duró toda la semana y sólo aumentó cuando Dios sabía que yo diría lo que veía. Estas personas ahora saben que Jesús ha destruido el bajo techo que atrofiaba su estatura. A medida que ellos emergen y se convierten en su forma original y completa, juntos proclamamos con impresionante maravilla: ¡Él ha resucitado, y nosotros con Él!
“Es algo serio vivir en una sociedad de posibles dioses y diosas, recordar que la persona más aburrida y menos interesante con la que hablas puede algún día ser una criatura que, si la vieras ahora, te sentirías fuertemente tentado a adorar, o bien un horror y una corrupción como lo que conoces… sólo en una pesadilla. Todo el día, en algún grado, estamos ayudándonos mutuamente a uno u otro de estos destinos. Es a la luz de estas posibilidades abrumadoras… que debemos llevar a cabo todos nuestros tratos entre nosotros”. C. S. Lewis, El Peso de la Gloria